lunes, octubre 16, 2006
Regreso al paraíso perdido
Retorno a la soledad embriagadora,
Consuelo de muchas mentiras
Y tristeza de verdades silenciadas.
Consuelo de muchas mentiras
Y tristeza de verdades silenciadas.
Camino bajo el sol, acosado por sus rayos, pensando en que será de mí en los próximos meses; Internet ha dejado de funcionar y mi cabeza, aun joven y con recursos ha decidido ponerse a escribir. Suena música melancólica, propia de las lluvias que en junio desolan a los niños al ver que aun no podrán comenzar ese verano lleno de piscina y crecimiento.
Cuántos años hacen ya que no veo una mañana de piscina; aquellas tres horas mejor aprovechadas de mi infancia y pubertad. Muchos pasaban por entonces y pocos éramos los de siempre. Los que cada mañana a las once en punto descalzábamos las chanclas, nos despojábamos de nuestra camiseta y buscábamos ser, los primeros de la mañana en quitarle la virginidad a la piscina.
Éramos los hermanos, los amigos, los que a veces venían y los primos. Siempre en la cancha de baloncesto, pecho desnudo y madre tras la reja buscando que nos pusiéramos las camisetas. También había frontenis, fútbol de pelota falsa, waterpolo y natación. Nuestros cuerpos no notaban el esfuerzo, los bocadillos paliaban el hambre, los aperitivos nos saciaban; y siempre estaba la abuela que con diez duros, nos hacía felices, corriendo a por un polo de limón que nos pringaba durante un rato.
Globos de agua, pistolas de plástico, toallas de propaganda y crema Nivea. Instrumentos de andar por casa, partes del diario de un niño en esos días.
Y el primer amor. Si se es precoz como yo, es a los diez años. Ella tenía un año y medio menos que yo, rubia, ojos verdes en aquel momento. Inocente, sin noticia de mis suspiros y mis sonrisas de crecimiento. Y al verla la primera vez, en aquella parte baja de la piscina donde pocos hacíamos pie entonces, se acercó, preguntó si podía jugar a la pelota de playa con nosotros y aceptamos. Ahí empezó.
Cada verano, yo la esperaba cada mañana, esperaba su melena rubia entrar, siempre tarde, para mi tarde. Y al verla me hacía el loco, ¡iluso de mí! Para hacerla ver que apenas me importaba su llegada. ¡Que necios somos al pensar que negando el amor podemos evitarlo!
Y me acerqué, y me negó. Mil y una veces soñé con ella, mil y una lloré como un niño; ¡éramos niños! Y sin entender el camino, sin sopesar el destino y a falta de experiencia, perdía peso, crecí a base de amarguras por querer y no poder. Crecí.
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Mi primer amor fue en un tren con destino a Madrid, doce años y mucho pavo encima. Muchas risas y demasiados coqueteos. Negé ese amor por la inocencia, por eso es bonito y por eso es el primer amor, hay mucha inocencia. Quizás si hubiera esa inocencia, se seguiría disfrutando del amor.
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